Me levanto temprano, a las cinco de la mañana, para darme una ducha rápida, obligar a mi cuerpo a engullir el desayuno y salir a la oscuridad de la noche para dirigirme con paso ligero a la parada de autobús. Todavía hace frío, así que meto las manos en los bolsillos de mis vaqueros viejos, que están tan congelados como yo. La niebla que emana mi aliento se me hiela bajo la nariz; espero que el bus no tarde en venir hoy. Nada más sentarme en la banqueta de la parada, veo aparecer al final de la calle los faros encendidos del vehículo que me lleva cada mañana a la facultad. Tardo unas dos horas en llegar. Medio adormilada, intento distraerme con la lectura de un libro que me han prestado. La verdad es que es de lo más interesante. Trata sobre Derecho Penal, un tema que me apasiona y que se me da bastante bien. No tengo grandes dificultades para comprenderlo y me entusiasma estudiar casos judiciales.
Ya estoy cerca de mi parada, así que cierro el libro con un golpe tan fuerte que los escasos pasajeros se vuelven para mirarme con cara recriminadora. Conozco a la mayoría: van a la Facultad de Derecho, en la que me paso la mayor parte del día. Siempre que me los cruzo por los pasillos, me miran así, a veces incluso con burla. Aunque también es cierto que me he encontrado con varios estudiantes que, cuando me ven, me saludan y me sonríen. Y sus sonrisas no son sarcásticas y tampoco me juzgan.
El autobús se detiene delante de la universidad, abandono mi asiento y me dispongo a salir. Tardo unos diez minutos en llegar a la Facultad de Derecho; son ya las siete y media y las clases empezarán pronto, así que debo darme prisa si no quiero que me echen la bronca.
Me dirijo al final del pasillo de la planta baja, donde están los baños. Al lado, hay una puerta cerrada con llave donde guardo el material de trabajo. Saco las llaves y, un poco nerviosa, la introduzco en la cerradura. Una vez dentro, me pongo el uniforme de trabajo, cojo el carrito con los productos de limpieza y hago la primera ronda de la mañana. Las aulas tienen que estar perfectas para cuando lleguen los alumnos.
Sueño con formar parte algún día de esas aulas,con sentarme en un pupitre y tomar apuntes. Pero no puedo. No pertenezco a la clase alta ni mis padres son políticos ni banqueros y tampoco son famosos. Mi familia nunca ha tenido mucho dinero. Siempre he sido la más lista de mi clase, pero, una vez acabé el instituto, las nuevas leyes y reformas educativas, sumadas a las altas tasas de matriculación, me llevaron a mí y a millones de estudiantes a tener que buscarnos la vida de la mejor manera posible. Escucho pasos al otro lado del pasillo, alzo la vista, un poco cohibida. Es una estudiante de tercero con la que me suelo cruzar a menudo, así que le sonrío y ella me devuelve la sonrisa.
Ya estoy cerca de mi parada, así que cierro el libro con un golpe tan fuerte que los escasos pasajeros se vuelven para mirarme con cara recriminadora. Conozco a la mayoría: van a la Facultad de Derecho, en la que me paso la mayor parte del día. Siempre que me los cruzo por los pasillos, me miran así, a veces incluso con burla. Aunque también es cierto que me he encontrado con varios estudiantes que, cuando me ven, me saludan y me sonríen. Y sus sonrisas no son sarcásticas y tampoco me juzgan.
El autobús se detiene delante de la universidad, abandono mi asiento y me dispongo a salir. Tardo unos diez minutos en llegar a la Facultad de Derecho; son ya las siete y media y las clases empezarán pronto, así que debo darme prisa si no quiero que me echen la bronca.
Me dirijo al final del pasillo de la planta baja, donde están los baños. Al lado, hay una puerta cerrada con llave donde guardo el material de trabajo. Saco las llaves y, un poco nerviosa, la introduzco en la cerradura. Una vez dentro, me pongo el uniforme de trabajo, cojo el carrito con los productos de limpieza y hago la primera ronda de la mañana. Las aulas tienen que estar perfectas para cuando lleguen los alumnos.
Sueño con formar parte algún día de esas aulas,con sentarme en un pupitre y tomar apuntes. Pero no puedo. No pertenezco a la clase alta ni mis padres son políticos ni banqueros y tampoco son famosos. Mi familia nunca ha tenido mucho dinero. Siempre he sido la más lista de mi clase, pero, una vez acabé el instituto, las nuevas leyes y reformas educativas, sumadas a las altas tasas de matriculación, me llevaron a mí y a millones de estudiantes a tener que buscarnos la vida de la mejor manera posible. Escucho pasos al otro lado del pasillo, alzo la vista, un poco cohibida. Es una estudiante de tercero con la que me suelo cruzar a menudo, así que le sonrío y ella me devuelve la sonrisa.
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